A veces cuando los días buenos se me pasan tan rápido que ni si quiera puedo saborearlos, me pongo triste. Esos días son tan acojonantes que desearía que no acabaran nunca. Pero por desgracia, lo hacen.
Un buen día puede ser cualquier día. No hace falta hacer gran cosa y planearlo dos semanas para que lo sea. Sin duda (y como tanta gente ha recalcado a lo largo de la vida) los mejores días son los que no planeas. Aunque no siempre es cierto.
Para una persona tan maniática y organizada como yo, resulta confuso que un día cualquiera, sin planteamientos previos, pueda llegar a ser un buen día.
Últimamente estoy tan feliz que no soy capaz de pensar en todas las veces que una gilipollez me ha amargado el día. Y no entiendo a qué se debe tanta felicidad y emoción.
Vivo los días como si se me fuese la vida en ello. Los exprimo al máximo. Hasta la última gota. Y la verdad es que es algo que me brinda una alegría vital que no me creo ni yo misma. Aunque todo esto se contrapone al cansancio que siento continuamente, día a día, y que no me permite hacer todo lo que querría.
Pero por suerte, el viernes fue uno de esos grandes días.
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