15 de octubre de 2015

Últimamente los olores me acosan, abusan de mi y me la juegan, teletransportándome a la primera ráfaga, cuando menos me lo espero. Me llevan a lugares pasados, me plantan en medio de las situaciones y lo veo todo desde fuera: aquella mañana de nieve y té en la casa de mi padre, el día que me quedé plantada en medio de la plaza mientras llovía, los días que me dormí sobre el pecho de Diego. Es inevitable y tan incómodo que desearía terminar con mi existencia de un momento a otro.
A pesar de todo, no puedo evitar disfrutar de cada momento, por muy amargo que fuera.
Pero lo peor de todo es que no paro de ir a Ucrania. ¡No puedo parar! Y no entiendo por qué. Necesito volver a mis raíces, volver a mi árbol (del que tantas veces me caí y del que tantas veces volvería a caerme), volver al huerto de mi abuelo y mi padre, volver a pasear por el patio de mi colegio, volver a tirarme con el trineo y romperme los pantalones, volver, en fin, a mi infancia. Y en verdad, ¿no es lo que todos queremos cuando crecemos? Esa fantasía de volver a ser niño y no preocuparte por la vida porque en lo que consisten tus días son en pasártelo bien y correr de tu madre cuando has hecho algo mal.
Pero esta vez es diferente, no es una fantasía, se ha convertido en una necesidad, y siento que si no la cubro, no volveré a ser feliz en esta vida. Y lo peor de todo es que los olores no me permiten olvidarme de esto y cada vez que pueden hacen el mal, me invocan una nostalgia incontrolable y solo sé cerrar los ojos y evadirme de la vida, importándome nada todo lo que está a mi alrededor.
Tengo esperanzas en volver a todo esto, y sé que se cumplirá, antes o después, se cumplirá.

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